Qué poco sabemos de la América de Trump

Una de las más acertadas observaciones del siempre agudo irlandés George Bernard Shaw (1856-1950) aseguraba que Inglaterra (Gran Bretaña) y América (Estados Unidos) son dos naciones separadas por un mismo idioma. Ahora, al cabo de un siglo, quizás ya no tanto, gracias sobre todo a la radio, el cine, la televisión, la música y el turismo. Pero aun así…    

Será por eso por lo que tanto se afanan las plataformas en lanzar sus series con elencos deliberadamente compuestos de una mezcolanza de actores anglohablantes, con sus múltiples acentos particulares, de ambos lados del Atlántico. Pero aun así…   

Desde Europa, todos nos creemos conocedores del ‘american way of life’, e incluso lo practicamos 

Desde Europa, todos nos creemos conocedores del american way of life, e incluso lo practicamos, a menudo sin darnos cuenta. Y tal es la cantidad de información y desinformación a la que estamos expuestos procedente de Estados Unidos, que parece mentira que no nos dejan votar en sus elecciones presidenciales, pues difícilmente habría ganado ¡dos veces! Donald Trump si de los europeos dependiera. Al menos eso pensamos. Otra cosa es si es verdad.    

El filósofo español Jorge (luego George) Santayana (1863-1952) llegó a Nueva Inglaterra siendo niño y sin hablar ni una palabra de inglés. La primera impresión que le causó, tal cómo explica en sus memorias, fue cualquier cosa menos halagüeña. Todo cuanto veía le pareció extraño, inexplicable e incluso sórdido, a medio hacer, nada que ver con los vetustos puertos europeos que había dejado atrás. “América aún no era rica, sólo andaba haciéndose rica; la gente trabajaba sin descanso en busca de un rápido rendimiento, dejando que el futuro se ocupara del futuro.”   

Los americanos disfrutaban de una libertad experimental, hacían dinero y lo perdían 

Los americanos, decía, disfrutaban de una libertad experimental, hacían dinero y lo perdían, fabricaban cosas sólo para lanzarlas a la basura, y se sentían felices en vez de avergonzados de tener que volver a comenzar continuamente de nuevo. Se diría que Donald Trump sigue ahí.   

En 1831 fue enviado a Estados Unidos a estudiar su sistema penitenciario el aristócrata francés Alexis de Tocqueville, viaje que le sirvió para redactar su muy influyente La democracia en América, que de alguna manera aún sigue vigente, pero que la nueva era Trump va camino de dejar sin sentido.    

El también influyente El mundo de ayer del austríaco Stefan Sweig, que se suele citar por cuanto se refiere a la Europa de su época que se desmoronaba, incluye también las primeras impresiones que le causaron a su llegada a un Manhattan aún sin los rascacielos o las luces que años después le harían a Pla preguntarse quién paga todo eso.   

Sweig, que no buscaba ni dinero ni fama en el Nuevo Mundo, caminaba por las desconocidas calles en calidad de un hombre sin nada que hacer. “En ninguna otra parte se sentía tan descentrado como allí el hombre que no tenía ocupación”.    

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De pronto se le ocurrió que él también podría ser uno de esos incontables inmigrantes que no sabía qué hacer y que se hallaban sin blanca. Y así, siendo un extranjero sin relaciones o amigos, se puso a recorrer las agencias de colocación en busca de un trabajo que le permitiera sobrevivir. Tardó tan sólo dos días en encontrar cinco posibles ocupaciones, extremo que le impresionó.    

“Nadie inquirió mi nacionalidad, mi religión, mi origen. Además, había viajado sin pasaporte…” Debían de sentir un alivio similar al llegar a América los abuelos de Donald Trump, que ahora él quiere negarles a los nuevos inmigrantes.   

Pero quizás el europeo que mejor captó la verdadera esencia de Estados Unidos fue Franz Kafka, eso sí, sin haber pisado jamás suelo americano. Ni falta que le hacía. La publicación póstuma de Amerika en 1927, una novela imprescindible a la hora de comprender ese gran país del que tanto creemos entender pero que en realidad tan poco sabemos, arranca con la llegada de un joven alemán al Nuevo Mundo.   

“Al entrar en el puerto de Nueva York a bordo de un barco que se iba deteniendo, Karl Rossmann, un joven de dieciséis años al que sus padres pobres habían enviado a América por tener un hijo con una criada que lo había seducido, creyó ver la Estatua de la diosa de la Libertad, que divisaba desde hacía un buen rato, como si estuviera dentro de un rayo de sol que fulgurara de repente. El brazo con la espada parecía recién alzado y en torno a su silueta soplaban aires libres”.   

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