Una Francia lo celebra como un triunfo de la ley igual para todos, pero hay otra parte del país que lo considera la prueba definitiva de la politización de la justicia. Nadie quedó indiferente, ayer, al ver que Nicolas Sarkozy ingresaba en la prisión de la Santé, de París, para cumplir la condena de cinco años de cárcel que le fue impuesta el mes pasado por asociación de malhechores y por el intento de lograr financiación del dictador libio Muamar el Gadafi en la campaña electoral del 2007.
La noticia, aunque esperada, fue un auténtico shock nacional para un país tan orgulloso de sí mismo, un hecho triste e insólito en la V República, fundada en 1958 y quizás en sus estertores. Podría ser la metáfora perfecta del agotamiento de un régimen muy presidencialista en plena crisis política y de gobernabilidad.

Nicolas Sarkozy y su esposa, Carla Bruni, ayer tras salir de su casa, camino de la prisión de la Santé
En un mensaje en la red X, Sarkozy, que siempre ha proclamado con fuerza su inocencia, denunció “un escándalo judicial” y “un camino de la cruz” que ha durado más de diez años. “Siento una pena profunda por Francia, que se encuentra humillada por la expresión de una venganza que ha llevado el odio a un nivel sin parangón”, escribió. “No tengo dudas –añadió–. La verdad triunfará. Pero el precio a pagar habrá sido abrumador”.
El expresidente francés, de 70 años, que ocupó el Elíseo entre el 2007 y el 2012, es aún una figura muy influyente y respetada de la derecha. Salió de su domicilio, en el elegante distrito XVI de la capital, de la mano de su esposa, Carla Bruni, seria y vestida de negro, como si fuera a un funeral. Sarkozy saludó a los muchos incondicionales que se habían congregado, a petición de la familia, para expresarle su solidaridad y entró en un vehículo, escoltado por un gran dispositivo policial. Los reunidos lo vitorearon y cantaron La Marsellesa . Bruni regresó luego a casa.
El ex jefe de Estado tiene asignada una celda individual normal, de unos nueve metros cuadrados, en un sector de aislamiento, por lo que, en principio, no tendrá contacto físico con otros reclusos por razones de seguridad, dada su condición de expresidente y de exministro del Interior. Como otros presos, Sarkozy disfrutará de una hora de paseo diario por el patio, solo, y tres visitas a la semana. Para garantizar su protección, dos miembros de su escolta como expresidente permanecerán las 24 horas del día en la celda contigua.
El abogado habla de “humillación”, pero insinúa que su cliente podría quedar pronto en libertad condicional
Poco antes del traslado a la Santé, el abogado de Sarkozy, Christophe Ingrain, aseguró en el canal BFMTV que, para su cliente, “el encarcelamiento refuerza su determinación y su rabia de demostrar que es inocente”. A Ingrain la situación le parece “un delirio”, “una humillación” y “un día funesto para Francia”. El letrado anunció que presentaría de inmediato una petición de libertad condicional. La respuesta podría llegar dentro de tres semanas. Ingrain insinuó que entonces Sarkozy tendría posibilidades de quedar libre, tal vez con brazalete electrónico y otras medidas de garantía, teniendo en cuenta que no existe riesgo de fuga.
Según Ingrain, “no hay ningún riesgo de suicidio” porque Sarkozy nunca ha tenido problemas en este sentido. El exmandatario tiene la voluntad de escribir sobre su experiencia carcelaria. Entre los libros que se ha llevado a la celda figura El conde de Montecristo . El abogado reveló que, en sus primeras horas en prisión, Sarkozy hizo deporte y empezó a escribir su libro.
Uno de los presentes frente al domicilio para darle apoyo era Guillaume Sarkozy, hermano del expresidente, quien se mostró muy “orgulloso” por “su resistencia y la cabeza alta” en estas circunstancias.
El actual jefe de Estado, Emmanuel Macron, recibió a Sarkozy en privado en el Elíseo el pasado viernes durante una hora. Lo justificó por haber sido un predecesor y por razones humanas. Ambos han mantenido una muy buena relación durante los últimos años, pese a que el segundo criticó las últimas decisiones sobre la gestión de la crisis política y se quejó de que Macron ya no escucha sus consejos. Los múltiples problemas judiciales de Sarkozy desde hace años no impidieron que Macron le diera un gran protagonismo, enviándole incluso a algunos actos oficiales en el extranjero para que le representara.
El ministro de Justicia, Gérald Darmanin, procedente de la derecha y muy cercano a Sarkozy desde el inicio de su carrera política, dijo que iría a visitarlo a la cárcel para verificar que es bien tratado.
El exjefe de Estado, vitoreado por sus incondicionales, reitera su inocencia y se ve víctima del odio
La conmoción nacional es comprensible porque no existen precedentes recientes. Jacques Chirac también fue condenado por corruptelas cuando era alcalde de París, si bien ni siquiera pudo asistir al juicio porque ya padecía Alzheimer. La historia de Francia, sin embargo, registró sacudidas mucho peores a la de ayer y destinos dramáticos para sus gobernantes. Baste recordar que el rey Luis XVI y su esposa la reina María Antonieta fueron guillotinados durante la Revolución Francesa, y que Napoleón I murió en la isla de Santa Elena, en medio del Atlántico, prisionero de los británicos después de la derrota en Waterloo. Ya en el siglo XX, el mariscal Philippe Pétain, que ejerció como jefe de Estado de la Francia colaboracionista con los nazis, fue condenado a muerte y “a la indignidad nacional” después de la II Guerra Mundial, por alta traición y colaboración con el enemigo. El general De Gaulle le conmutó la pena capital por la de cadena perpetua.
Es una ironía que Sarkozy esté en la cárcel por su turbia relación con Gadafi. Pocos años después de los hechos por los que fue condenado, Sarkozy y el británico Cameron lanzaron una operación militar en Libia para alentar la revuelta contra Gadafi, que acabó con el derrocamiento y muerte del dictador. Las consecuencias fueron catastróficas para el país norteafricano y en la región, con una inestabilidad que persiste, un tráfico de armas que llegaron a manos de yihadistas del Sahel y un flujo gigantesco de migrantes y refugiados hacia Europa –sobre todo vía Italia– del que todavía se paga el precio social y político.