Singapur: la isla a la deriva por los aranceles de Trump

Siloso tiene arena, palmeras y tumbonas alineadas con precisión. Tiene senderos bien trazados, duchas limpias, pasarelas de madera sin una astilla. Pero le falta ruido. No se oyen chapoteos, ni gritos, ni ese murmullo desordenado que suele adueñarse de las playas cuando el aire caliente envuelve la piel como una manta húmeda. Los singapurenses apenas vienen aquí. La razón se encuentra a escasos metros de la orilla. Detrás de la línea de boyas, un ejército de buques cargueros permanece inmóvil. Decenas de cascos fondeados dibujan un cinturón de acero en torno a la isla, a la espera de su turno para entrar a puerto, repostar combustible, realizar transbordos o recibir nuevas órdenes.

Más lejos, al suroeste, la isla de Jurong quema sin pausa. En este islote artificial pegado a la gran ciudad se refina una quinta parte del crudo del sudeste asiático. Todo esto –barcos, petróleo, contenedores– forma parte del andamiaje que sostiene al segundo país más rico del mundo, con un PIB per cápita de 84.734 dólares.

Frente a la lógica de los bloques, el país insiste en la neutralidad como estrategia

Singapur es un puerto disfrazado de país. No tiene campos. No tiene montañas. No tiene agua dulce suficiente ni tierra para cultivar. Su única materia prima es el comercio. Por eso la imposición de aranceles por la Administración de Donald Trump –un 10% fijo incluso para socios con tratados firmados y déficits a favor de Estados Unidos– fue interpretada aquí no como una provocación, sino como una amenaza existencial.

En abril, el primer ministro, Lawrence Wong, advirtió en el Parlamento: “La era de la globalización basada en reglas ha terminado. Lo que viene es más arbitrario, más peligroso”. También el viceprimer ministro Gan Kim Yong lo dijo sin rodeos: “Estas no son decisiones que uno toma con un amigo”.

Singapur optó por no devolver el golpe. Nada de aranceles recíprocos. En su lugar, ha desplegado una estrategia basada en diplomacia, diversificación comercial y reformas internas.

Bajo una democracia parlamentaria sui generis –dominada desde hace más de medio siglo por el mismo partido y sin una verdadera alternancia–, el Gobierno ha activado la Singapore Economic Resilience Taskforce, una comisión que reúne a ministros, empresarios y sindicatos, y que opera en tres frentes: entender el impacto real de la medida, amortiguarlo y rediseñar el posicionamiento del país.

“Este arancel nos recuerda que, en un mundo polarizado, necesitamos ser indispensables para todos sin ser propiedad de nadie”, resume Joel Ng Kuang, investigador y director del Centro de Estudios sobre Multilateralismo, un instituto con sede en Singapur que analiza cómo colaboran los países en asuntos globales. Para él, la clave está en evitar ser arrastrados por el nuevo orden de bloques. “Si debemos elegir, elegiremos principios, no bandos”.

Por eso el Gobierno ha intensificado sus relaciones con la Asean –la asociación de países del Sudeste Asiático–, Japón, la Unión Europea y los países del CPTPP, el tratado comercial entre países del Pacífico. Ha reforzado subsidios, abierto nuevas líneas de crédito y redoblado su mensaje exterior: seguirá siendo un socio neutral y fiable.

Singapur es un puerto disfrazado de país: sin recursos, su materia prima es el comercio

Manu Bhaskaran, economista y director ejecutivo de Centennial Asia Advisors, también comparte que la clave es el equilibrio: “Nuestra neutralidad podría volverse aún más valiosa si logramos no quedar atrapados entre bloques”. 

El riesgo no es solo el golpe inmediato. Es estructural. Ng Kuang recuerda que no hay ajustes fáciles. “EE. UU. no puede fabricar barato. Y el sudeste asiático no puede, de repente, comprarle más. No hay margen para que el desequilibrio se corrija sin que todos paguemos más por todo”. El viejo modelo –producir donde es más barato y vender donde hay más dinero– se fractura. Y eso, para una isla que no produce casi nada, es una amenaza profunda.

Vista aérea de los buques cargueros rodeando el puerto de Singapur

Vista aérea de los buques cargueros rodeando el puerto de Singapur

Laura Aragó

La resiliencia, en Singapur, no es un eslogan. Es una necesidad. Su modelo se basa en la confianza: en que los inversores vean aquí un refugio estable, en que los cargueros sigan entrando y que el centro financiero siga funcionando. Y para eso, el país sabe que necesita alianzas sólidas y una reputación impecable. “Somos un punto en medio de una tormenta”, destaca Ng.

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