Soledad: La pandemia que va más allá del verano

El siglo XXI es el siglo antisocial. Y no lo digo por provocación: lo dicen los datos. La soledad se ha disparado hasta convertirse en una epidemia silenciosa. Más del 25 % de los adultos en Estados Unidos afirman no tener ni un solo amigo íntimo. Entre los jóvenes en España, uno de cada tres se siente solo con frecuencia según el observatorio estatal SoledadES. Y no hablamos solo de estar solos: hablamos de vivir desconectados, aislados, emocionalmente planos. De una generación que ya no espera compañía, sino entretenimiento.

Durante buena parte del siglo XX, socializar era tan inevitable como respirar. Veías a tus vecinos en el ascensor mientras comentabas el tiempo, compartías sobremesas eternas después de una comida, te conocías con quien tenías cerca porque la vida te obligaba a convivir. Pero algo se ha roto. No de un día para otro. No por accidente. Simplemente lo hemos dejado pasar.

Hace unas semanas, me topé con un artículo en The Atlantic que me dejó clavado. Estaba buscando otra cosa —ya ni recuerdo qué— y acabé sumergido en un ensayo demoledor: What We Lost When We Lost Friends. Lo firmaba una periodista llamada Jennifer Senior, y era imposible no sentirse interpelado. Hablaba de soledad. Hablaba de nosotros. De cómo hemos llegado a vivir en una sociedad en la que los lazos humanos son cada vez más escasos, más frágiles, más evitables.

Y la tecnología, claro, es parte del problema. Prometía acercarnos, y durante un tiempo lo hizo. Pero luego se volvió contra nosotros. Nos dio relaciones sin cuerpo, mensajes sin pausa, vínculos sin cuidado. Hoy puedes pasar el día entero recibiendo notificaciones sin sentirte acompañado. Puedes tener cientos de contactos y no tener con quién hablar si algo va mal. Lo hemos normalizado. Lo hemos comprado. Y lo celebramos como libertad. Y no pasa solo en verano. Pasa todo el año.

¿En qué momento vernos pasó a ser un problema? ¿La pandemia? Solo fue el acelerador. Llevábamos años ensayando este modelo de vida solitaria: primero con los auriculares, luego con las pantallas, después con los algoritmos que nos enseñaron a evitar cualquier roce real. Nos convencieron de que no valía la pena esforzarse por los otros. Que era más eficiente ver una serie que quedar con alguien. Y así, poco a poco, fuimos apagando la comunidad.

El artículo de The Atlantic no daba soluciones. Pero sí lanzaba una advertencia: si seguimos así, acabaremos viviendo en mundos perfectamente diseñados para no encontrarnos con nadie. Y eso sería una tragedia.

Vivir solo no es libertad. Es una renuncia.

Más ideas en el próximo No Lo Leas.

También te puede interesar