Torre Pacheco y la ley de cada cual

La degradación de la vida pública española que han revelado los sucesos de Torre Pacheco, idéntica, por lo demás, a la que padece la mayor parte de los sistemas democráticos, no es resultado de una suerte de conjunción astral que de un tiempo a esta parte haya hecho cambiar el humor de los ciudadanos, como una nube tóxica que se extendiese por encima de las fronteras. Tampoco responde a ninguna fatalidad cíclica de la historia, como si cada cierto número de años, según el modelo de los siete bíblicos, la destrucción de instituciones ideadas con el propósito de asegurar la libertad y la justicia pierde su halo siniestro y aparece como la única salida a problemas que no parecen tener respuesta. Asuntos tan irremediablemente humanos como la lucha por el poder no se rigen, sin embargo, por leyes trascendentes, ni tampoco siguen el curso que fingen dictar analogías y metáforas. El fantasma que Marx veía recorrer Europa no existe, ni fue nada parecido a un virus lo que acabó con la República de Weimar; un virus que, según se dice ahora, en una nueva apoteosis de la retórica que emborrona la materialidad del mundo y lo puebla de criaturas mitológicas como razas, culturas o identidades, sólo para declararlas en peligro de muerte, habría recuperado su vigor letal, amenazando la continuidad de los sistemas democráticos.

Cuanto sucede en el ámbito político es, simplemente, resultado de decisiones políticas, y si los problemas a los que se enfrentan las instituciones parecen no tener solución es porque quienes las adoptaron, los partidarios de los programas que nos han traído hasta aquí, se mantienen fieles a los desatinos pasados en lugar de someterlos al sistema de prueba y error que requieren los sistemas democráticos, actuando en consecuencia. Si se desregulan por completo los flujos financieros, según se hizo a finales del siglo pasado, ¿qué tiene de extraño que aparezcan paraísos fiscales que, como la cueva de Alí Babá, ofrezcan un puerto seguro a capitales procedentes de la corrupción o el narcotráfico? Si, a fin de optimizar las inversiones en terceros países donde los salarios son ínfimos, se refuerzan los aranceles para los productos en los que son competitivos y se levantan para aquellos otros que resultan de las inversiones extranjeras, ¿cómo se espera que reaccionen los individuos de esos terceros países si no es yendo a buscar mejores salarios donde los ofrezcan, sea en la legalidad o en la ilegalidad? Y si en lugar de describir este fenómeno como lo que es, la respuesta del mercado laboral internacional a las decisiones adoptadas con respecto a los flujos financieros y al mercado de bienes y servicios, se lo denomina “inmigración”, como si fuera un proceso surgido de la nada, ¿cómo sorprenderse de la siniestra eficacia de la retórica xenófoba que colma el vacío de explicaciones racionales para la presencia de trabajadores extranjeros con analogías y metáforas como la de la invasión o las guerras religiosas milenarias?

¿Dejaremos que la inmigración sea la excusa por la que nos acaben sojuzgando a todos?

Mantenerse fieles a las decisiones que son causa de un fenómeno, intentando, por otra parte, abordar la solución a través de sus efectos, equivale a escoger un peligroso campo de batalla: el Estado de derecho. El principio de igualdad ante la ley que requieren los sistemas democráticos quebró cuando, para abordar el ajuste del mercado laboral internacional a partir de sus efectos, no de sus causas, comenzaron a aprobarse leyes de extranjería, es decir, leyes para una espacial categoría de personas, cuya técnica jurídica es semejante a las de Nuremberg. Desde el momento en que leyes así entran en vigor, votadas en parlamentos elegidos democráticamente, no es que los ciudadanos dejen de ser iguales ante la ley, sino que cada cual es igual ante la suya, los arios ante las leyes de los arios y los judíos ante las de los judíos. Y es en esa sutil fisura abierta en el principio de igualdad ante la ley donde se inicia la escalada que, bajo el impulso de la retórica xenófoba, ha hecho que los sistemas democráticos se hayan ido deslizando desde la discriminación de los extranjeros a la persecución, desde la persecución a la deportación y desde la deportación, quién sabe. Tan brutales como son las analogías y las metáforas de la retórica xenófoba y tan anodinos los eufemismos: los centros para inmigrantes no son inocentes albergues temporales, son espacios cerrados donde se priva de libertad a los extranjeros en virtud de regulaciones administrativas, no de decisiones judiciales.

El judío Víctor Klemperer lo advirtió pronto hará un siglo: el nazismo no sojuzgaba a los judíos, sojuzgaba a los alemanes con la excusa de los judíos. ¿Dejaremos que la inmigración sea la excusa por la que nos acaben sojuzgando a todos?

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