Entre partida y partida de golf, Donald Trump ha dedicado algún que otro interludio a la política internacional durante su visita privada a Escocia. En uno de ellos, ayer, el primer ministro británico Keir Starmer le echó valor al asunto y se atrevió tímidamente a pedirle una exención a las tarifas al whisky. Inútil. El líder republicano le dijo que él bebe Diet Coke. La llamada “relación especial” entre Londres y Washington da para lo que da, y no hay que pedirle peras al olmo.
Si en el tema de los aranceles (según el húngaro Viktor Orbán) Trump se comió de desayuno a Úrsula von der Leyen (presidenta de la Comisión Europea), a Starmer hace tiempo que se lo ha zampado como un bocata de media mañana. Tiene como hipnotizado al ocupante de Downing Street, que en la conferencia de prensa conjunta en Turnberry solo abrió la boca durante cinco de los setenta minutos que duró el encuentro supuestamente “conjunto” con los periodistas.

Starmer es objeto de fuertes presiones para reconocer un estado palestino, siguiendo los pasos de Francia
A Starmer (hombre educado, que no se exalta y no pierde los papeles) se le da mucho mejor la diplomacia y la política exterior que la nacional, donde va dando bandazos y no sabe transmitir una visión de futuro. Con líderes extranjeros, sin embargo, tiene mano izquierda, sabe callar y no le importa hacer la pelota todo lo que sea necesario. En el caso de Trump, le ha servido para que los aranceles al Reino Unido (10%) sean inferiores que los aplicados a la UE, y para recibir una palmadita en la espalda por parte del titular de la Casa Blanca (“Me cae bien, creo que es un poco progre pero no demasiado, le gustan los impuestos tan poco como a mí”).
Para no manchar esa reputación y recibir un bufido, Starmer tenía miedo de provocar a Trump en el tema de Gaza, a pesar de que un tercio del grupo parlamentario laborista (y 220 diputados de los Comunes) presionan para el reconocimiento de un estado palestino. El primer ministro dice que está de acuerdo, pero no todavía, sino cuando la decisión pueda tener “el máximo impacto”. Para esta semana ha convocado un consejo extraordinario de ministros.

Sin embargo,el presidente norteamericano, lejos de enfadarse, se lo puso fácil: “No estoy de acuerdo con Bibi (Netanyahu) en que no hay hambruna en Gaza –dijo–. Por lo que veo en televisión, hay niños que están pasando mucha hambre. Lo que necesita ahora la gente de la franja es comida y seguridad, Israel tiene que hacer las cosas de otra manera, y se lo he dicho”. Reiteró que Estados Unidos “está enviando mucho dinero y muchos alimentos, pero Hamas los roba. Hemos de trabajar juntos para combatir la miseria y que llegue ayuda humanitaria”.
Preguntado sobre los solicitantes de asilo que cruzan el Canal de la Mancha en lanchas hinchables, Trump dijo que no estaba familiarizado con el asunto pero “probablemente se trata de malas personas, tal vez salidas de las cárceles, asesinos, traficantes de drogas y demás, porque ningún país es tonto y envía fuera a lo más granado de s sociedad, sino a los que no quiere”. Que haya gente perseguida políticamente o desesperada por una vida mejor y esté dispuesta a jugárselo todo para lograrla no parece entrar en su cabeza.
Insistió el titular de la Casa Blanca en que “Europa, que es tan bonita, ha cambiado mucho en los últimos cinco o diez años por culpa de la inmigración”, y que “sus dirigentes tienen que hacer algo para frenarla, como he hecho yo, que la he reducido a cero” (lo cual es una exageración).
A unos Trump los amenaza (política y comercialmente) con la tortura, un tiro en la nuca, una manta de hostias o un sopapo. A Starmer, splo le de una colleja, para recordarle quien manda.