En términos estratégicos, el capitalismo de EE.UU., la fuerza hegemónica mundial de los últimos cien años, es un zombi desde la Gran Recesión del 2008. Pese a su indudable dominio económico, tecnológico y militar, la última crisis señaló los límites de su modelo. Y aún no ha encontrado otro. La escalada de la respuesta política interna –el crecimiento del resentimiento, el rechazo a las elites, la emergencia del populismo, y la metamorfosis del partido republicano– y la contestación internacional –las advertencias de China sobre su la irresponsabilidad de su gestión, el aumento de las críticas del resto del mundo– son los síntomas del agotamiento. Los bandazos internos y externos, los de la falta de respuestas eficaces.
Desde el cambio de siglo, la crisis del 2008 fue el coagulante pero el proceso estaba en marcha desde el ataque a las torres gemelas en el 2001, las elites estadounidenses andan buscando una nueva manera de gobernar su país y el mundo. De momento, sin encontrar la fórmula; cuando no empeorando la situación, como con los dos mandatos de Donald Trump. Entre la presidencia de George Bush, cuando los síntomas comenzaron a ser muy visibles y la del actual residente en la Casa Blanca, dos presidentes demócratas agotaron las posibilidades de un cambio de paradigma sin trauma. Primero Barack Obama y sobre todo Joe Biden fueron incapaces de establecer un programa de gobierno alternativo al que definía cada vez con más presión la derecha alternativa agrupada en torno a Trump. Make American Great Again (MAGA) es el eslogan de ese empeño en cambiar el mundo y un buen resumen de en qué consiste.
La política siempre acaba teniendo la última palabra y decidiendo cómo será el nuevo orden, pero las tendencias de fondo, el sentido profundo de la historia. lo impulsan las insoslayables fuerzas económicas. Tras la Segunda Guerra Mundial, EE.UU. dibujó un orden global con su economía como el astro solar absoluto y el dólar como instrumento operativo.
Fueron años gloriosos para el nuevo orden, en EE.UU. y también para sus principales socios, en lugar destacado los países de la Europa occidental. Incluida la España de la dictadura de Francisco Franco, a la que Washington obligó a aplicar un Plan de Estabilización que alargó la salud y la vida del régimen y definió un capitalismo español aún vigente hoy.

Donald Trump en la Casa Blanca durante una conferencia de prensa
No tiene ningún programa, más allá de la fuerza, para recuperar un orden mundial estable
Pero a finales de los sesenta y principios de los setenta se acumulaban los problemas. EE.UU. importaba mucho más de lo que exportaba; su economía mandaba mucho en el mundo, pero no tenía el peso abrumador de la posguerra; los socios se sentían menos inclinados a aceptar sumisamente sus dictados. Y fue a través del dólar, cómo no, que esos problemas se manifestaron. El mundo estaba anegado de dólares. Richard Nixon tuvo que poner punto final a la ficción de que el sistema monetario de la economía mundial (la capitalista) estaba anclado al oro, con el que el dólar tenía fijada una paridad de cambio. Se abrió una puerta para un nuevo modelo económico con el que EE.UU. alcanzó un poder mundial comparable al que había tenido hasta entonces.
Fue más que una coincidencia que en los mismos días en que Nixon se aprestaba a lanzar el patrón oro a la papelera de la historia, julio y agosto de 1971, su asesor de seguridad nacional, Henry Kissinger, mantuviera su primer reunión secreta en Pekín con el primer ministro chino Zhou Enlai, de la máxima confianza del presidente Mao Zedong. Más aire. El cambio del sistema monetario y la paulatina incrustación de China en el capitalismo mundial regentado por EE.UU. sentaron las bases de lo que unas décadas después acabaría siendo el neoliberalismo de Ronald Reagan y el cenit de la globalización con Bill Clinton. EE.UU. descubrió su nueva fiebre del oro californiano.
Dólares, muchos más dólares. El diluvio universal. Demasiados, pero aún y así, fuertes. EE.UU. compraba de todo al exterior y pagaba a crédito, con dólares que los vendedores no tenían más remedio que atesorar en forma de títulos del Tesoro de EE.UU. Un impuesto por el derecho a vender a la gran potencia. Siempre acompañado de pantagruélicas rebajas de impuestos para los grandes oligarcas.
Pero era el punto de partida de un círculo pernicioso. A más importaciones y déficit comercial, más entradas de dinero fresco de vuelta y más especulación y burbujas. Cierto, también pagaban vendiendo armas sofisticadas, gracias a cuya producción seguían manteniendo su liderazgo tecnológico. Y hacían de policías del mundo libre.
Ofrece un regreso imposible al pasado: la industria decrece en todo el mundo, incluída China
Pero las burbujas siempre estallan. Como la crisis de las savings and loan (1980-1990); la de la deuda externa latinoamericana (también en los 80); la asiática (1997); la de los valores tecnológicos (1997 y 2001). Un in crescendo hasta la más monstruosa, la del 2008. Esta última derrumbó el castillo de naipes.
¿Tiene Trump una respuesta? ¿Tan siquiera una propuesta coherente? Sin duda, no. Su punto fuerte es el diagnóstico, hacerse eco de la desesperación de las clases medias de EE.UU. y de la preocupación de los oligarcas y las elites financieras que saben que el suelo tiembla bajo sus pies. Pero Trump solo ofrece dolor y rabia. Avaricia para hacerse más rico el y sus pares, los lobos de Wall Street y los grandes oligarcas. Con una cara reaccionaria, la añoranza de un pasado (again) que ya no volverá, especialmente notable en el caso de su idea de recuperar una industria, cuando su peso está disminuyendo en todo el mundo, China incluida; la economía y la política no restauran mundos superados. Y una incoherente visión imperial (Make Great) que no sabe cómo alcanzar ¿Replegándose sobre sí mismo? ¿Cediendo media Europa a Rusia? ¿Abandonando a sus aliados si no se dejan exprimir? ¿Debilitando un dólar que pierde fuerza en los mercados y podría entrar en una espiral de caída en picado? Es otro zombi que pretende sorber y soplar al mismo tiempo. Una mezcla de populismo fascistoide y gobierno plutocrático. Pero sin una salida para la crisis del imperio americano.