Una boda civil

Los rituales construyen lo común. Funcionan como el máximo común denominador de la convivencia. O como el mínimo común múltiplo, porque esta metáfora matemática nunca acaba uno de saber cómo manejarla. Pero se trata de que representan ese estrecho margen de certezas indiscutibles que podemos compartir y que nos permiten seguir conviviendo sin matarnos. Eso es el día de la Constitución, la fiesta con vino, cerveza, croquetas, jamón bien cortado, delicias de coliflor y fritos de chistorra en la que hasta los enemigos acérrimos pueden brindar porque estamos vivos y porque para seguir estándolo no tenemos que comprar armas. Si un país no puede hacer brindar entre sí a los adversarios no es un país. Por eso, cuando algún puritano quiere incriminar a Pablo Iglesias, reproduce una foto en el pasillo del Congreso, en la que charla con Iván Espinosa de los Monteros, por entonces portavoz de Vox, en una copa del día de la Constitución. Para cualquiera que no aspire a la pureza de los santos, esa imagen, ese momento, representa el triunfo de la política, que no es sino una sublimación de la violencia: la certeza y la autoestima de un país que puede resolver sus litigios aún en la más obstinada de las pendencias. Una parte de sus seguidores más acérrimos no lo entendió, pero esa foto y ninguna otra cosa, expresa mejor que ninguna otra acción política la certidumbre de que el país dispone de oportunidades.

Que España no es una nación funcional lo sabemos porque la idea nacional de España nunca ha sido hegemónica en la totalidad del territorio para el que se pretende. Pero es un Estado funcional y centenario, y eso debería ser suficiente para garantizar la convivencia de los administrados. No se trata de hallar una arcadia en la que todos estén contentos sino simplemente de arbitrar unas reglas que sirvan al cometido de que los que piensan el país de forma antagónica pueden dirimir sus rivalidades sin recurrir a la violencia.

Cada corrillo era de soliloquio, un político con el grupo de prensa que lo sigue a diario

Hace cuatro décadas, cuando la sociedad española iba abrazando el laicismo, los párrocos quisieron ponerse estupendos y se negaban a casar a feligreses que no hubieran hecho la confirmación o que se manifestaran agnósticos, no digamos ya ateos. Pasados unos años, casaban a todos los que quisieran acercarse al altar. Se amoldaron a una sociedad descreída a la vez que miraban por su tinglado. Hoy, los requisitos para casarse por la iglesia son querer casarse por la iglesia. Y nada más. El Día de la Constitución se ha convertido en esa boda religiosa a la que el cura invita a todos, incluidos los no bautizados, y aún así, no todos quieren ir.

En el salón de los Pasos Perdidos ayer sería impensable una foto como la de Iglesias y Espinosa de los Monteros. Lo que queda de lo que fue Podemos está en un rincón rodeado de sus propios equipos (sin tratarse con nadie); y Vox trajo a Javier Ortega a Smith a decir que de tan constitucionalistas que son, se van del acto sin dar la mano a nadie. Cada corrillo era de soliloquio, un político con el grupo de prensa que lo sigue a diario. Ningún cruce, ninguna heterodoxia. La política ha perdido esa capacidad representativa, y ahora ya nadie entiende que está ahí representando un mandato de sus votantes y por tanto, descansando de la representación, puede hacerle carantoñas al adversario, como toda la vida ha ocurrido. Todos son víctimas de una nueva vara moral de la integridad y por tanto el enfrentamiento de la tribuna hay que llevarlo a la cafetería, al patio y a los pasillos. Todos se sienten así muy rectos, muy coherentes, y todos abdican con ello de la encomienda del voto.

Celebracion del Dia de la Constitucion en el Congreso de los Diputados Salvador Illa Maria Jesus Montero Felix Bolaños Jose Manuel Albares

Salvador Illa, junto a María Jesús Montero y Félix Bolaños, durante la recepción

Dani Duch

Lo que antaño fue un totum revolutum donde los políticos establecían alianzas promiscuas con sus adversarios y con la prensa se ha convertido en una feria de artesanía en las que cada formación se instala en su estand esperando que alguien se acerque a interesarse por sus salchichas o sus pulseras de piel de vaca.

Los periodistas, entre vino y croqueta, solo podemos admirarnos de tanta integridad y soñar con que los íntegros regresen a sus celdas de clausura y al Congreso vengan los impuros, los que estén dispuestos a hablar con el demonio, si es caso, de lo que hay que hacer.

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