Una situación sin apenas precedentes en EE.UU.

Es probable que se les vaya la mano a los que comparan el asesinato en Orem (Utah) el 10 de septiembre del activista ultraconservador Charlie Kirk con el incendio del Reichstag, asimilando este hecho histórico que propició el acceso de Hitler a un poder omnímodo a la coartada para intensificar aún más la deriva autoritaria que caracteriza la gobernanza de Donald Trump en los primeros meses de este su segundo mandato. Y, sin embargo, es difícil encontrar precedentes del asalto a las libertades que la Casa Blanca está protagonizando ante la ausencia de una oposición descabezada, ante un poder legislativo paralizado y ante un Tribunal Supremo de corte conservador que hasta ahora no ha entrado en el fondo de las cruciales materias sobre las que tendrá que decidir.

Dichas materias afectan al menos a tres enmiendas constitucionales, la primera (libertad de expresión), la cuarta (límites a los registros y arrestos) y la decimocuarta (nacionalidad automática para los que hayan nacido en territorio estadounidense). Pero, al margen de tecnicismos jurídicos, es innegable la atmósfera de terror que se ha instalado en muchas grandes corporaciones, prestigiosas universidades, influyentes grupos mediáticos y destacados despachos de abogados, temerosos de incurrir en las imprevisibles diatribas que emanan continuamente del despacho oval.

Quizás el único paralelismo sea la caza de brujas del senador Joseph McCarthy

Se da además la circunstancia de que la popularidad del presidente, que nunca superó el 50% en su primer mandato, se encuentra ahora en caída libre, lo que, lejos de propiciar una corrección del rumbo, se traduce en una intensificación de sus aspectos más radicales. En los ochenta años de historia de las Naciones Unidas, ningún presidente estadounidense se había ensañado de tal forma con esa organización, que tiene obviamente una infinidad de aspectos criticables, pero que, sin embargo, no pueden centrarse en la inoportuna avería de unas escaleras mecánicas o en el resquemor de un promotor inmobiliario al que no se seleccionó en su día para remodelar el inmueble (el propio Trump).

Es obvio que Estados Unidos ha experimentado durante estas pasadas siete décadas situaciones harto dramáticas, desde la crisis de los misiles de octubre de 1962, que situó al mundo el borde del holocausto nuclear, hasta el propio asesinato del presidente Kennedy y la profunda división política y sociológica del país que causó la guerra de Vietnam. O cómo olvidar la trágica primavera de 1968, con los asesinatos del premio Nobel de la Paz Martin Luther King, que sumió en llamas a un centenar de ciudades del país, y la del senador Robert Kennedy, candidato a la presidencia. Seis años más tarde, en agosto de 1974, Richard Nixon se convertía en el primer presidente abocado a dimitir, víctima de un caso de corrupción, abuso de poder y obstrucción a la justicia conocido como el escándalo Watergate. En fin, en abril de 1995 dos anarquistas de ultraderecha hicieron saltar por los aires un edificio federal en Oklahoma City y asesinaron a 168 personas en lo que fue el peor atentado terrorista en suelo estadounidense hasta, evidentemente, los ataques a las Torres Gemelas y al Pentágono de septiembre del 2001, que, sumados a la caída de un cuarto avión en Pensilvania, causaron cerca de 3.000 ­muertos.

Puestos a buscar un precedente, bien que remoto, la situación actual guarda cierto paralelismo con la llamada caza de brujas emprendida por el senador Joseph McCarthy a mediados del siglo pasado, cuando se extendió sobre el país la sospecha de que el comunismo se había infiltrado en las más altas instancias del país, con especial relevancia en la diplomacia (Departamento de Estado) y en la industria cinematográfica. Aquella histeria arruinó carreras e incluso existencias, cuestionó injustamente el patriotismo de muchos norteamericanos y solo terminó cuando el movimiento la emprendió contra las fuerzas armadas, lo que finalmente acabó por volverse en su contra. Pero ya se sabe que la historia no se repite, ni para bien ni para mal.

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